Dos neurocientíficos explican el proceso que se
produce
cuando la música llega al cerebro y libera sustancias que
generan
sensaciones gratificantes.
La
música no es tangible. No se la puede comer, beber ni
copular con ella. No
protege de la lluvia, el viento ni el frío.
No vence a los animales predadores
ni arregla huesos rotos.
Y sin embargo, los seres humanos siempre han apreciado
la música, o mucho más allá de apreciarla,la han amado.
En la
edad moderna gastamos grandes sumas de
dinero para asistir a conciertos, bajar
archivos de música,
tocar instrumentos y escuchar a nuestros artistas
favoritos,
estemos en el subte o en un salón. Pero incluso en la era
paleolítica la gente invertía tiempo y esfuerzos significativos
para crear música,
como sugiere el descubrimiento de
flautas talladas en huesos de animales.
¿Por
qué entonces esta cosa “tan poca cosa” —en esencia,
una mera secuencia de
sonidos— contiene un valor intrínseco
potencial tan enorme?
La
explicación rápida y fácil es que la música reporta un
placer único a los seres
humanos. Desde luego, eso mantiene
aún la cuestión del porqué. Pero para eso la
neurociencia
está empezando a proporcionar algunas respuestas.
Hace
más de una década, nuestro equipo de investigación
utilizó técnicas de imágenes
cerebrales (brain imaging)
para mostrar que la música descripta por la gente
como
altamente emocional comprometía en su cerebro el sistema
de gratificación
profundo, activando los núcleos subcorticales
de importancia reconocida en
cuanto a la gratificación, las
motivaciones y la emoción. A partir de eso
descubrimos que
escuchar lo que podría llamarse “picos emocionales” de
la
música —momentos en que uno siente un placer extremo
ante un pasaje musical—
provoca la segregación del
neurotransmisor dopamina, molécula transmisora de
información esencial en el cerebro.
Cuando
se escucha música placentera, se libera dopamina
en el núcleo estriado —antiguo
componente del cerebro
también presente en otros vertebrados— conocido por
actuar ante estímulos gratificantes como la comida y
el sexo y al cual apuntan
artificialmente drogas como
la cocaína y las anfetaminas.
Pero lo
más interesante de esto es cuándo se libera este
neurotransmisor: no sólo
cuando la música alcanza un pico
emocional, sino también algunos segundos
antes, durante
lo que podríamos llamar la fase de anticipación.
La idea
de que la gratificación está relacionada en
parte con la anticipación (o la
predicción de un resultado
deseado) tiene una larga historia en la
neurociencia.
Después de todo, hacer buenas predicciones sobre el
resultado de
las acciones propias parecería ser esencial
en el contexto de la supervivencia.
Y las neuronas de
la dopamina, tanto en los seres humanos como en otros
animales, cumplen su rol en registrar cuáles de
nuestras predicciones resultan
ser correctas.
Para
profundizar acerca de cómo la música involucra el
sistema de gratificación del
cerebro diseñamos un estudio
que imita la compra de música online. Nuestro
objetivo
era determinar qué ocurre en el cerebro cuando alguien
escucha una
pieza musical nueva y decide que le gusta
lo suficiente como para comprarla.
Utilizamos
programas de recomendaciones de música
para adaptar las selecciones a las
preferencias de nuestros
oyentes, que resultaron ser música electrónica e
indie,
coincidente con la escena musical hip de Montreal.
Y encontramos que la
actividad neural dentro del
núcleo estriado —la estructura relacionada con la
gratificación— era directamente proporcional a la cantidad
de dinero que la
gente estaba dispuesta a gastar.
Pero
más interesante todavía fue el diálogo que cruzaron
esta estructura y el córtex
auditivo, que también se
incrementó con las canciones finalmente compradas en
comparación con las que no se compraron.
¿Por
qué el córtex auditivo? Hace unos 50 años, Wilder
Penfield, el famoso
neurocirujano y fundador del Instituto
Neurológico de Montreal, informó que
cuando los pacientes
neuroquirúrgicos recibían estimulación eléctrica en el
córtex
auditivo estando despiertos, a veces informaban escuchar
música. Las
observaciones del Dr. Penfield, junto con las de
muchos otros, sugieren que es
probable que la información
musical se represente en estas regiones del
cerebro.
El
córtex auditivo también está activo cuando imaginamos
una melodía: piense en
las primeras cuatro notas de la
Quinta Sinfonía de Beethoven y su córtex
zumbará.
Esta capacidad no sólo nos permite experimentar la
música cuando está
físicamente ausente sino también
inventar composiciones nuevas e imaginar
repetidas veces
cómo podría sonar una pieza con un ritmo o una
instrumentación
diferentes.
También
sabemos que dichas áreas del cerebro codifican
las relaciones abstractas entre
sonidos —por ejemplo,
el modelo sonoro particular que hace que un acorde
mayor
sea mayor, independientemente de la nota o el
instrumento. Otros estudios
muestran respuestas
neurales diferenciales partiendo de regiones similares
cuando hay una ruptura inesperada en un esquema
repetitivo de sonidos, o en una
progresión de acordes.
Esto es afín a lo que pasa cuando se escucha a
alguien
tocar una nota equivocada, fácilmente perceptible
incluso en una pieza musical
que no es familiar.
Estos
circuitos corticales nos permiten hacer predicciones
acerca de eventos futuros
sobre la base de eventos pasados.
Se piensa que acumulan información musical a
lo largo
de nuestras vidas, creando patrones de las irregularidades
estadísticas presentes en la música de nuestra cultura
y permitiéndonos
comprender la música que escuchamos
en relación con nuestras representaciones mentales
acumuladas de la música que hemos escuchado.
De modo
que cada acto de escuchar música puede
considerarse como una recapitulación del
pasado tanto
como una predicción del futuro. Cuando escuchamos
música, estas
redes cerebrales crean activamente
expectativas basadas en nuestro conocimiento
almacenado.
Compositores e intérpretes entienden intuitivamente
que manipulan
estos mecanismos de predicción para
darnos lo que queremos, o para
sorprendernos,
quizás hasta con algo mejor.
En la
conversación entre nuestros sistemas corticales,
que analizan patrones y
generan expectativas, y
nuestros antiguos sistemas de gratificación y
motivaciones, puede estar la respuesta a la pregunta:
¿nos emociona un
fragmento musical determinado?
Cuando
esa respuesta es sí, poco hay —al menos
en esos momentos de escucha— que
valoremos más.
Zatorre es profesor de neurociencia en el Instituto y
Hospital Neurologico de Montreal de la Universidad
McGill. Salimpoor es
neurocientifica de posgrado en
el Instituto Rotman de Investigacion de
Baycrest
Health Sciences de Toronto.
© The
New York Times
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